The Cathedral of St. Philip - Atlanta, GA

Sermón de 21 junio 2020

Un sermón de Padre Juan Sandoval
Propio 7

 

Primera Lectura: Génesis 21:8–21

El niño Isaac creció y lo destetaron. El día en que fue destetado, Abraham hizo una gran fiesta. Pero Sara vio que el hijo que Agar la egipcia le había dado a Abraham, se burlaba de Isaac. Entonces fue a decirle a Abraham: «¡Que se vayan esa esclava y su hijo! Mi hijo Isaac no tiene por qué compartir su herencia con el hijo de esa esclava.»

Esto le dolió mucho a Abraham, porque se trataba de un hijo suyo. Pero Dios le dijo: «No te preocupes por el muchacho ni por tu esclava. Haz todo lo que Sara te pida, porque tu descendencia vendrá por medio de Isaac. En cuanto al hijo de la esclava, yo haré que también de él salga una gran nación, porque es hijo tuyo.»

Al día siguiente, muy temprano, Abraham le dio a Agar pan y un cuero con agua; se lo puso todo sobre la espalda, le entregó al niño Ismael y la despidió. Ella se fue, y estuvo caminando sin rumbo por el desierto de Beerseba. Cuando se acabó el agua que había en el cuero, dejó al niño debajo de un arbusto y fue a sentarse a cierta distancia de allí, pues no quería verlo morir. Cuando ella se sentó, el niño comenzó a llorar.

Dios oyó que el muchacho lloraba; y desde el cielo el ángel de Dios llamó a Agar y le dijo: «¿Qué te pasa, Agar? No tengas miedo, porque Dios ha oído el llanto del muchacho ahí donde está. Anda, ve a buscar al niño, y no lo sueltes de la mano, pues yo haré que de él salga una gran nación.»

Entonces Dios hizo que Agar viera un pozo de agua. Ella fue y llenó de agua el cuero, y dio de beber a Ismael. Dios ayudó al muchacho, el cual creció y vivió en el desierto de Parán, y llegó a ser un buen tirador de arco. Más tarde su madre lo casó con una mujer egipcia.     

 

Salmo 86:1–10, 16–17

1    Inclina, oh Señor, tu oído, y respóndeme, *

          porque estoy afligido y menesteroso.

2    Guarda mi vida, pues te soy fiel; *

          salva a tu siervo que en ti confía.

3    Ten misericordia de mí, porque tú eres mi Dios; *

          a ti clamo todo el día.

4    Alegra el alma de tu siervo, *

          porque a ti, oh Señor, levanto mi alma;

5    Porque tú, oh Señor, eres bueno y clemente, *

          y rico en misericordia con los que te invocan.

6    Escucha, oh Señor, mi oración; *

          atiende a la voz de mi súplica.

7    En el día de mi angustia te llamaré, *

          porque tú me responderás.

8    Oh Señor, ninguno hay como tú entre los dioses, *

          ni nada que iguale tus obras.

9    Todas las naciones que hiciste, oh Señor, vendrán a adorarte, *

          y glorificarán tu Nombre;

10   Porque tú eres grande, y hacedor de maravillas; *

          sólo tú eres Dios.

16   Mírame, y ten misericordia de mí; *

          da de tu fuerza a tu siervo, y salva al hijo de tu sierva.

17   Dame una señal de tu favor,

      para que la vean los que me odian, y se avergüencen; *

          porque tú, oh Señor, me ayudaste y me consolaste.

 

La Epístola: Romanos 6:1b–11

¿Vamos a seguir pecando para que Dios se muestre aún más bondadoso? ¡Claro que no! Nosotros ya hemos muerto respecto al pecado; ¿cómo, pues, podremos seguir viviendo en pecado? ¿No saben ustedes que, al quedar unidos a Cristo Jesús en el bautismo, quedamos unidos a su muerte? Pues por el bautismo fuimos sepultados con Cristo, y morimos para ser resucitados y vivir una vida nueva, así como Cristo fue resucitado por el glorioso poder del Padre.

Si nos hemos unido a Cristo en una muerte como la suya, también nos uniremos a él en su resurrección. Sabemos que lo que antes éramos fue crucificado con Cristo, para que el poder de nuestra naturaleza pecadora quedara destruido y ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado. Porque, cuando uno muere, queda libre del pecado. Si nosotros hemos muerto con Cristo, confiamos en que también viviremos con él. Sabemos que Cristo, habiendo resucitado, no volverá a morir. La muerte ya no tiene poder sobre él. Pues Cristo, al morir, murió de una vez para siempre respecto al pecado; pero al vivir, vive para Dios. Así también, ustedes considérense muertos respecto al pecado, pero vivos para Dios en unión con Cristo Jesús.

 

El Evangelio: San Mateo 10:24–39

Jesús dijo a los doce apóstoles: «Ningún discípulo es más que su maestro, y ningún criado es más que su amo. El discípulo debe conformarse con llegar a ser como su maestro, y el criado como su amo. Si al jefe de la casa lo llaman Beelzebú, ¿qué dirán de los de su familia?

»No tengan, pues, miedo de la gente. Porque no hay nada secreto que no llegue a descubrirse, ni nada escondido que no llegue a saberse. Lo que les digo en la oscuridad, díganlo ustedes a la luz del día; y lo que les digo en secreto, grítenlo desde las azoteas de las casas. No tengan miedo de los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; teman más bien al que puede hacer perecer alma y cuerpo en el infierno.

»¿No se venden dos pajarillos por una monedita? Sin embargo, ni uno de ellos cae a tierra sin que el Padre de ustedes lo permita. En cuanto a ustedes mismos, hasta los cabellos de la cabeza él los tiene contados uno por uno. Así que no tengan miedo: ustedes valen más que muchos pajarillos.

»Si alguien se declara a mi favor delante de los hombres, yo también me declararé a favor de él delante de mi Padre que está en el cielo; pero al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en el cielo.

»No crean que yo he venido a traer paz al mundo; no he venido a traer paz, sino guerra. He venido a poner al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra; de modo que los enemigos de cada cual serán sus propios parientes.

»El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no merece ser mío; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no merece ser mío; y el que no toma su cruz y me sigue, no merece ser mío. El que trate de salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por causa mía, la salvará.»