The Cathedral of St. Philip - Atlanta, GA

Sermón de 19 abril 2020

Un sermón de Padre Juan Sandoval
El segundo domingo de la Pascua

 

Primera Lectura: Hechos 2:14a, 22–32

Entonces Pedro se puso de pie junto con los otros once apóstoles, y con voz fuerte dijo: […] «Escuchen, pues, israelitas, lo que voy a decir: Como ustedes saben muy bien, Dios demostró ante ustedes la autoridad de Jesús de Nazaret, haciendo por medio de él grandes maravillas, milagros y señales. Y a ese hombre, que conforme a los planes y propósitos de Dios fue entregado, ustedes lo mataron, crucificándolo por medio de hombres malvados. Pero Dios lo resucitó, liberándolo de los dolores de la muerte, porque la muerte no podía tenerlo dominado. El rey David, refiriéndose a Jesús, dijo:

 “Yo veía siempre al Señor delante de mí;

con él a mi derecha, nada me hará caer.

Por eso se alegra mi corazón,

y mi lengua canta llena de gozo.

Todo mi ser vivirá confiadamente,

porque no me dejarás en el sepulcro

ni permitirás que se descomponga

el cuerpo de tu santo siervo.

Me mostraste el camino de la vida,

y me llenarás de alegría con tu presencia.”

»Hermanos, permítanme decirles con franqueza que el patriarca David murió y fue enterrado, y que su sepulcro está todavía entre nosotros. Pero David era profeta, y sabía que Dios le había prometido con juramento que pondría por rey a uno de sus descendientes. Así que, viendo anticipada­mente la resurrección del Mesías, David habló de ella y dijo que el Mesías no se quedaría en el sepulcro ni su cuerpo se descompondría. Pues bien, Dios ha resucitado a ese mismo Jesús, y de ello todos nosotros somos testigos.»    

 

Salmo 16

 

1    Guárdame, oh Dios, porque a ti me acojo; *
          dije al Señor: “Tú eres mi Soberano;
          no hay para mí bien fuera de ti”.
2    Para los santos que están en la tierra, *
          y para los íntegros, es toda mi complacencia.
3    Se multiplicarán los dolores, *
          de aquéllos que sirven diligentes a otros dioses.
4    No ofreceré yo sus libaciones de sangre, *
          ni en mis labios tomaré los nombres de sus dioses
5    Tú, oh Señor, eres la porción de mi herencia y de mi copa; *
          tú sustentarás mi suerte.
6    Me toca una parcela hermosa; *
          en verdad, una heredad magnífica.
7    Bendeciré al Señor que me aconseja; *
          aun en las noches me enseña mi corazón.
8    Al Señor he puesto siempre delante de mí; *
          porque está a mi diestra no seré conmovido.
9    Por tanto se alegra mi corazón, y se goza mi espíritu; *
          también mi carne reposará segura;
10   Porque no me dejarás al sepulcro; *
          ni permitirás que tu santo vea la fosa.
11   Me mostrarás la senda de la vida; *
          en tu presencia hay plenitud de gozo,
          deleites a tu diestra para siempre.

 

La Epístola: 1 San Pedro 1:3–9

Alabemos al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia nos ha hecho nacer de nuevo por la resurrección de Jesucristo. Esto nos da una esperanza viva, y hará que ustedes reciban la herencia que Dios les tiene guardada en el cielo, la cual no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse. Por la fe que ustedes tienen en Dios, él los protege con su poder para que alcancen la salvación que tiene preparada, la cual dará a conocer en los tiempos últimos.

Por esta razón están ustedes llenos de alegría, aun cuando sea necesario que durante un poco de tiempo pasen por muchas pruebas. Porque la fe de ustedes es como el oro: su calidad debe ser probada por medio del fuego. La fe que resiste la prueba vale mucho más que el oro, el cual se puede destruir. De manera que la fe de ustedes, al ser así probada, merecerá aprobación, gloria y honor cuando Jesucristo aparezca.

Ustedes aman a Jesucristo, aunque no lo han visto; y ahora, creyendo en él sin haberlo visto, se alegran con una alegría tan grande y gloriosa que no pueden expresarla con palabras, porque están alcanzando la meta de su fe, que es la salvación. 

 

El Evangelio: San Juan 20:19–31

Al llegar la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, los discípulos se habían reunido con las puertas cerradas por miedo a las autoridades judías. Jesús entró y, poniéndose en medio de los discípulos, los saludó diciendo: —¡Paz a ustedes!

Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y ellos se alegraron de ver al Señor. Luego Jesús les dijo otra vez: —¡Paz a ustedes! Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes.

Y sopló sobre ellos, y les dijo: —Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar.

Tomás, uno de los doce discípulos, al que llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Después los otros discípulos le dijeron: —Hemos visto al Señor.

Pero Tomás les contestó: —Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi mano en su costado, no lo podré creer.

Ocho días después, los discípulos se habían reunido de nuevo en una casa, y esta vez Tomás estaba también. Tenían las puertas cerradas, pero Jesús entró, se puso en medio de ellos y los saludó, diciendo: —¡Paz a ustedes!

Luego dijo a Tomás: —Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo; ¡cree!

Tomás entonces exclamó: —¡Mi Señor y mi Dios!

Jesús le dijo: —¿Crees porque me has visto? ¡Dichosos los que creen sin haber visto!

Jesús hizo muchas otras señales milagrosas delante de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de él.